Llueve por dentro.



La lluvia empapaba sus zapatos, sus diminutos pies embutidos en unas botitas de ante marrón se humedecían con cada zancada, maldijo el día en que las compró pensando en su practicidad. No tenía prisa, pero aceleraba el paso a cada instante. La capucha de su abrigo azul marino cubría su cabeza por completo, justo a mitad de su espeso flequillo atezado, el resto del cabello bailaba con el son de sus andares, y se rebelaba saliendo a borbotones y pegándose en sus mejillas a latigazos. Ese día no había una sonrisa enorme cruzando su cara, miraba las rayas blancas y negras a medida que cruzaba el paso de peatones, conocía a la perfección aquella calle, cada rincón, cada esquina. El chico del acordeón no deleitaba sus oídos a base de sonidos copleros de antaño, hoy no había banda sonora, sólo gris, negro, y el brillo de los escaparates.
Su único objetivo, era llegar a casa completamente empapada, sentir frío en la piel, humedecer su ropa, y temblar, quizás así lograría dejar esa estúpida evasión de la realidad que le acompañaba desde que salió del antiguo edificio de su universidad.
No era la primera vez que la sentía, de hecho, a menudo la experimentaba consigo misma, a menudo salía de su propio pellejo y se veía en otros ojos, se leía en otras bocas, se tocaba en otras manos. A menudo no era ella, era la chica que le daba el cambio en la panadería, el señor oscuro de la gabardina que cruzaba distante su mirada, la señora que haciéndose la despistada se le colaba siempre en la cola del banco; a menudo, era todas y cada una de las sensaciones que la rodeaban.
Hoy todos ellos, no estaban, solo ella y su embotada cabeza pensante, y odiaba ser tan consciente de si misma en esos momentos.

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